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La poeta Aurora Luque ha escrito recientemente (El País, 16 de noviembre de 2020), que «Francisco Brines es uno de los grandes poetas mediterráneos de todos los tiempos, al lado de Calímaco, de Riba, de Cavafis, de Leopardi, de Mimnermo, de Elitis, de Safo. Y no solo por querencias puntuales visibles desde títulos como La muerte de Sócrates, Tera, Amor en Agrigento o En la república de Platón, sino por la construcción de un espacio no concretamente físico pero sí sensual, sensorial, desde el que nacer al mundo y donde vivir la plenitud absoluta del amor; un lugar que la elegía añora y reconstruye más tarde en el poema«. A veces los premios sirven para algo bueno, así es que, antes de que nos invada de nuevo la rutina de los días, tiremos del hilo que nos lanza la concesión del Premio Cervantes 2020 a nuestro querido poeta y sigamos acercándonos al mundo poético de Francisco Brines. Os proponemos, como aperitivo, esta breve selección de sus poemas.
Causa del amor (Palabras a la oscuridad, 1966)
Cuando me han preguntado la causa de mi amor
yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.
(Y aún es posible que existan rostros más hermosos.)
Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu
que siempre me mostraba en sus costumbres,
o en la disposición para el silencio o la sonrisa
según lo demandara mi secreto.
Eran cosas del alma, y nada dije de ella.
(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores.)
La verdad de mi amor ahora la sé:
vencía su presencia la imperfección del hombre,
pues es atroz pensar
que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,
y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,
su claridad, la dolorida flor de la experiencia,
la bondad misma.
Importantes sucesos que nunca descubrimos,
o descubrimos tarde.
Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,
movida luz, honda frescura;
y el daño nos descubre su seca falsedad.
La verdad de mi amor sabedla ahora:
la materia y el soplo se unieron en su vida
como la luz que posa en el espejo
(era pequeña luz, espejo diminuto);
era azarosa creación perfecta.
Un ser en orden crecía junto a mí,
y mi desorden serenaba.
Amé su limitada perfección.
Palabras a un laurel (La última costa, 1995)
Llena de luz tus ojos,
ahora que cae el día
en las alas rasantes de los pájaros,
ahora que es miel y adelfa,
y en las cimas se vuelve adolescente
en su fragilidad, por su belleza.
Unge de luz tus ojos
y acércate al laurel, y toca en él a Dafne
que rechazó el amor,
tú que solo estimaste la vida si era amor,
y mírate, con ella, en la desgracia
de centrar las delicias de la vida
en ese peso breve del pájaro en sus ramas,
en el tierno batir de la inocencia,
en el canto feliz que suena solitario.
Y dile también que es delicia de la vida
el oscuro follaje de sus ramas,
pero que no lo fue su historia desdichada,
más triste aún que mi propia desdicha.
La última costa (La última costa, 1995)
Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.