Mercedes Espinosa y Coro Carrillo
El 6 de junio nos reunimos para celebrar la última sesión de nuestro club de lectura del curso 2023-2024. Esta vez el libro elegido, Los misterios de la taberna Kamogawa, nos transportaba a Japón y a su antigua cultura gastronómica, quizás en peligro de perderse en estos tiempos de prisas que nos alejan sin remedio de todo lo que exige paciencia, dedicación y tiempo. Los protagonistas acuden a esta curiosa casa de comida cuando desean recuperar el sabor de algún guiso que tomaron una vez, o que formaba parte de los hábitos de comidas en la casa de la infancia. Un alimento relacionado con un ser querido, porque se tomó en su compañía o porque era quien lo creaba en sus fogones.
En nuestra reunión nosotros también quisimos recordar sabores y platos sugestivos para nosotros. Empezamos enumerando ese sabor que te viene a la cabeza sin que tengas que pensar demasiado, cuando te preguntan, ese que está ahí mismo, evocador; a veces arrastrando melancolía: el helado de frambuesa con vainilla de Madagascar, la yema de huevo con mucha azúcar, el chocolate de las tardes de domingo, las pastas de almendras, el tiramisú que hace Fernando, el dulce de leche acompañado de café, las porras, el jamón de bellota, el tomate rajado en dos partes tocado con sal gorda, la tortilla de patatas, el pan recién hecho, el arroz con carne de cerdo y verduras, el tomate frito casero, el pimiento rojo frito lentamente, caramelizado en su propio jugo; los bollos dormidos y la manga gitana que hacía la madre de Julio; y –algo curioso- el sabor del queso con vino blanco.
Luego les tocó el turno a los platos que pueblan nuestros recuerdos, esos que solicitaríamos al señor Kamogawa: percebes gallegos grandes de Cedeira o de Cariño, boeuf bourguignon, raviolis rellenos de pera y pollo agridulce, pescado envuelto en hojas de algas, torrijas de Semana Santa, tortilla de patatas, bolitas de pulpo (takoyakis), arroz con cangrejo y leche de coco, patatas algo picantes con judías verdes y ternera, gazpacho blanco, sopa dulce (un postre de navidad en Hervás), el arroz de mi madre, cuando le salía bien; huevos fritos con naranja y chorizo del callo, revuelto de ajos porros silvestres y tampoco podía faltar algo exótico: nabeyaki udon, sopa con fideos caseros, verduras, huevo y carne o pescado.
¿Qué valor le damos a lo que ya ha pasado y es imposible de recuperar? ¿Qué estaríamos dispuestos a pagar por recuperar algo que no tiene valor monetario en sí pero que nos conecta con las emociones más profundas, las del recuerdo de la infancia, del hogar, de un tiempo en el que nos sabíamos felices? ¿Cómo hemos cambiado nuestra manera de vivir hasta el punto de no encontrar ya tiempo para los pequeños placeres que tiempo atrás nos dieron una ilusión de bienestar y plena satisfacción? Sin duda la idea motor de la novela tiene un enorme potencial y genera el deseo de seguir leyendo y de vivir nosotros también con los personajes la emoción de experimentar el placer de ver un antiguo deseo cumplido. Habría sido interesante, no obstante, cierta variación en la estructura de la novela, algún giro argumental que introdujera una cuña de sorpresa en medio de la repetición y el paralelismo de las historias. De esta manera quizás podríamos fantasear con la idea de que todos estos pequeños relatos podrían no ser del todo ficción, magia, cuento o milagro, y que también nosotros podríamos ser tocados algún día con el regalo de poder a vivir lo que ya se ha ido para siempre.